Qué bien lo pasa de niño jugando con mis primas y primos, y de risas con toda la familia cuando nos reuníamos de fiesta familiar. Qué bien lo pasaba visitando a mis amigos para pasar un día sin ningún objetivo en mente, sólo pasar el tiempo juntos.

Conforme vamos cumpliendo, años adquirimos obligaciones y apego a la rutina del día a día. El ego exagera la necesidad de que estemos todos los días al pie del cañon, cumpliendo obligaciones. Hacer una visita a la familia no es tan difícil. Cada vez cuesta más dedicar unos días a visitar a los primos que llevo años sin ver y con los que lo pasaba tan bien o a mis tías y tíos que nos recuerdan historietas de cuando éramos pequeños. Los amigos cercanos y los familiaries que eran adultos, cuando uno era pequeño, conocen muy bien como es uno en el fondo y su altruista mirada de cariño siempre aparece en el reencuentro, con esa actitud de que todo está bien, de que uno no tiene que hacer nada para ser aceptado. Al revés también ocurre, siempre que me reencuentro con personas que tuve en mis brazos cuando eran bebés, puedo ver en ellas la belleza de su ser, a pesar de las máscaras que el ego va poniendo con los años.

La vida es muy corta y no vamos a llevarnos ningún logro laboral a la tumba. La compañía de los seres queridos, amigos y familiares, es un regalo exquisito que no dura para siempre. Te das cuenta cuando uno de tus seres queridos fallece, se marcha para siempre, sabes que han pasado años sin que fueras a visitarle, y entiendes que ya no podrás hacerlo nunca.